Claro que entiendo el estado de impaciencia que puede tener un lector si no se entra de lleno en el continente de los apellidos...Es natural.
Todos hemos sentido esa primera sensación cuando comenzamos a indagar sobre nuestros ancestros. al menos yo, cuando comenzé a conocer quiénes fueron mis ascendientes comencé a sorprenderme. No conocía más allá del nombre de mi abuelo paterno, porque ni siquiera lo conocí personalmente, ya que había fallecido cuando tenía tan solo cuatro años.
Nunca tuve la idea de encontrarme con linajes, escudos y otros patrañas que hoy por hoy no sirven para nada, sino para que cuando lo hacemos notar en público no miren de reojo. Es así; cuando alguno nos viene con que es descendiente de uno de los miembros, por ejemplo, de la Orden de Alcatrava, o que era un marqués, o que el blasón de su familia era vaya a saber qué, se nos hace un nudo en la garganta; no se es envidia, ignorancia, ninguneo o otro mal de nuestros tiempos, pero no me cae muy simpático que digamos.
Pero es cierto que poco a poco me fui haciendo adepto a este vicio, a este mal incurable que no incita todos los días a conocer más y más sobre el pasado y nuestros antepasados.
Cuando fui encontrando datos en viejos manuscritos me emocioné repetidas veces y me sigo emocionando, pese a que acumulo miles y miles de apellidos en mis archivos y en mi cabeza.
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